viernes, 11 de septiembre de 2009

Ajuste de cuentas

Para todos los tomodachis que
siguen en el País del Sol Naciente


Sintió miedo. Tantos años que no escuchaba su apodo: Historiador. Estaba sentado en el asiento trasero de un taxi, rumbo a la universidad, y el locutor de una emisora bromeaba con sus radioescuchas. En medio de esos diálogos, recordó que ese sobrenombre se lo habían puesto en Japón. Ahora, en Perú, nadie lo llamaba así. Por eso, creyó que era su imaginación; y su temor, al igual que los carros que pasaban en contra, desapareció.

Toda la madrugada se la había pasado estudiando las fórmulas del curso de Lógica. En cuarenta minutos, empezaría el examen final que necesita aprobar con quince para no atrasarse más. Seis años lejos de las aulas universitarias eran difíciles de recuperar. Y en su caso, era aún más complicado, porque durante ese tiempo, había trabajado como obrero en varias ciudades japonesas y muy rara vez pudo leer un libro completo en castellano.

El taxi avanzaba lento por el tránsito. Las combis, los microbuses y un semáforo malogrado obstaculizaban el paso de los vehículos. Por la bulla de las bocinas y mentadas de madre de chóferes apurados, el Historiador subió la ventana del taxi para seguir repasando los pasos de la deducción natural, de la lógica de predicados en primer orden, del método de diagramas semánticos.

Inmerso en esas proposiciones e inferencias, el Historiador volvió a escuchar su apodo. Cerró el cuaderno, levantó la vista y se percató de que, ahora, la radio estaba apagada. El miedo retornó con los recuerdos de Japón. Por curiosidad y con disimulo, inspeccionó el interior del auto: tenía los asientos desgastados y sucios, los pisos de jebe con tierra y una estampita de San Judas Tadeo, colgada en el espejo retrovisor, se mecía.

Fijó su vista en el perfil del taxista. ¿Lo conozco de algún lado?, se preguntó. No pero tiene un aire no sé de qué, se respondió. Entonces, comenzó a observarlo con mayor atención: un gorro deportivo aprisionaba su cabellera, una abundante barba ocultaba su rostro y manejaba con lentes oscuros. Creo que nunca lo he visto en mi vida, pensó y miró su reloj. En media hora daría su examen final. Para no perder más tiempo, abrió su cuaderno y siguió repasando las fórmulas.

Su concentración se rompió cuando el desconocido taxista frenó en seco. El Historiador creyó que el chofer había atropellado a un transeúnte. Quiso increparle su mala maniobra. Sin embargo, calló al ver que el conductor se sacaba los lentes oscuros y el gorro. Con el rostro descubierto, giró la cabeza en su dirección y ambas miradas se hallaron. El Historiador lo reconoció. Era su ex jefe: el famoso Cónsul de Nagoya.

-¿Qué pasa Historiador, parece que viste a un fantasma? –le dijo burlón el Cónsul.

El Historiador leyó en la estampita religiosa: Dios hará justicia. Le dio la razón, todo se paga en la vida, al crédito o al contado, en días o en años, no hay diferencia a la hora de asumir las culpas. El taxi aceleró bruscamente y el Cónsul condujo por desconocidas calles de Lima. El Historiador escuchó el ruido del seguro eléctrico de las puertas cerrarse. Su corazón le empezó a latir con más fuerza. Sabía que no podía escapar a ningún lado: el pasado, que tantas veces intentó olvidar, lo había al fin encontrado.

Con resignación, cerró su cuaderno y recordó la mirada del Cónsul. Era la misma con la que arribó aquella madrugada al refugio de la subterránea estación de trenes de Nagoya, en Japón. Con los ojos sombríos, una camiseta blanquirroja de la selección de fútbol y una botella de sake en sus manos. Un peruano ilegal más que huye de la Migra, se dijo el Historiador, y le hizo un espacio.

Cerca de cuarenta peruanos, entre hombres y mujeres, vivían en las entrañas de la estación ferroviaria. Debajo de las modernas, limpias y alumbradas calles de Nagoya. No eran los únicos extranjeros que usaban ese lugar como vivienda, pero sí era el grupo que crecía más. Por su condición de ilegalidad y tener nombres japoneses falsos, se ocultaban de la Migra. Sus sueños de trabajar honradamente para enviar dinero a su familia en Perú se habían perdido en ese caos de rieles del subterráneo.

El refugio era la única solución para quienes estaban sin trabajo. Sólo así podían protegerse del invierno japonés de finales de enero. Una luz tenue alumbraba sus paredes. Las únicas luces de gran intensidad llegaban a ciertos intervalos, cuando los trenes de horas fijas pasaban a gran velocidad. Los veteranos esperaban su arribo para acomodar sus cosas y preparar sus comidas. Ya viene el de Tokio, el de Osaka a toda velocidad, el tren de Hiroshima tiene buena luz, repetían. Y en esos momentos de claridad también se miraban los rostros y, poco después, nuevamente la penumbra.

El puntual tren de las seis y media de la mañana anunció que ya había amanecido. El Historiador se despertó e intentó entablar una conversación con el recién llegado. El nuevo no respondió a ningunas de sus preguntas ni comentarios. Sin mirarlo, bebió la última gota de su botella de sake. Se levantó y salió del refugio. Retornó a las cuatro horas con otra botella de la misma bebida. Como el piso de cemento almacenaba las bajas temperaturas, se sentó sobre su maleta y bebió el licor en silencio. Desde ese momento, todos empezaron a llamarlo el Mudo.

Por las mañanas, el trabajo del Historiador consistía en cuidar que ningún otro extranjero se robara las maletas de los peruanos que salían en busca de trabajo. Muy pocos lo conseguían. Cuando eso sucedía, regresaban alegres, cogían sus pertenencias y dejaban el refugio porque ya tenían un apato*. Sin embargo, cada semana el número de peruanos ilegales que arribaban al refugio era mayor de los que se marchaban. Sin visa era imposible obtener trabajo: los dueños de las fábricas temían las multas de la Oficina de Migraciones.

Durante el transcurso del día, el Historiador no tenía problemas en cuidar el refugio. Una que otra vez, había tenido que botar con un bate de béisbol a viejos borrachos tailandeses, filipinos o vietnamitas que intentaban robar. Para que los trabajadores japoneses de la estación de Nagoya no los botaran, arrumaba las maletas en un rincón y limpiaba el refugio. Así se ganaba su almuerzo y cena diaria.

Lo que más le gustaba al Historiador era comentar en voz alta el glorioso pasado peruano al barrer la basura: a lo mejor no saben que el auge económico de España se debió al mercurio que había en las minas de Huancavelica que sirvió para procesar el oro, seguro que han olvidado que la papa salvó de la hambruna a Europa en el siglo XIX y que actualmente el camote sirve para acabar con la desnutrición en África, y que la maca que tanto consumen los japoneses es un tubérculo de la sierra peruana. El orgullo retornaba, no obstante al poco tiempo volvía a desaparecer.

Sólo al oscurecer, el Historiador debía estar muy atento con los extranjeros belicosos. Sabía bien de que el peligro podía aparecer con la llegada de los iraníes, quienes venían en grupos de tres o cuatro para acosar a las peruanas con la intención de violarlas. Cuando eso sucedía, los más fuertes se levantaban y con palos los botaban. Los camellos se marchaban profiriendo insultos y amenazas.

Una noche fue diferente. En la penumbra, aparecieron diez camellos: altos, robustos, de pelo ensortijado y negrísimos bigotes. Los peruanos se dieron cuenta de que los iraníes habían escogido a un grupo de pelea. Para botarlos del refugio todos se levantaron armados con palos, menos el Mudo. Esperaban que los camellos huyeran. Se equivocaron. Los iraníes sacaron sus navajas dispuestos a empezar la guerra. El grupo temeroso de peruanos retrocedió y los camellos se echaron a reír. Estaban borrachos y fumaban hachís.

El único que se quedó en su puesto fue el Historiador. Pero no por valiente, sino porque estaba adelante y no se dio cuenta que a los demás ya los habían vencido sin pelear. Con sus delgados brazos y piernas, los siguió enfrentando. El jefe de los iraníes lo miró sorprendido y le sonrió. Con calma, aspiró el hachís y el fuego del cigarrillo brilló como una luciérnaga, alumbrando una profunda cicatriz en su rostro.

De un salto, el camello se le abalanzó y con un fuerte manotazo le quitó el palo. Lo abofeteó igual que a un hermano menor. Los demás iraníes no paraban de carcajearse. El camello estiró su gruesa mano derecha y sujetó con fuerza el cuello del Historiador. Con la otra mano, sacó del bolsillo de su pantalón una navaja y se la mostró. Las mujeres peruanas gritaban desesperadas pidiendo ayuda.

El camello con el filo de su arma, a pocos centímetros del rostro del Historiador, hizo una cruz en el aire y con ironía le dijo en japonés muy lentamente, tengo que hacer más linda tu carita. Los demás camellos le gritaban en nihongo* para que los peruanos entiendan: ¡yare! ¡yare! *. El Historiador temblaba pero no botó ni una lágrima. En ese momento, comprendió que el rumor que corría sobre lo maldito que eran los camellos era verdad, que la mayoría de estos árabes habían peleado, años atrás, en la guerra contra Irak y no temían desfigurar o matar.

A lo lejos, se escuchó el sonido metálico de los rieles. Poco después las luces de un tren subterráneo inundaron el refugio. La filosa navaja brilló desafiante. Ningún peruano se animaba a detener la marca de por vida que le haría el camello al Historiador. Tenían tanto o más miedo que él. El tren siguió avanzando y los gritos de las mujeres aumentaron. Los compinches del iraní sujetaron los brazos de la víctima. El verdugo levantó el cuchillo y gritó unas palabras en persa.

En esos segundos de luminosidad, el Mudo se levantó del suelo con rapidez y de un certero golpe rompió su botella de sake vacía en la cabeza del camello. De pie, con el pico roto en su mano derecha y los vidrios en el suelo, el Mudo borracho oscilaba su brazo con temeridad y retaba en japonés y castellano a los demás iraníes que lo amenazaban con atacar.

-¡Iranjin bakaerro! * ¡Camello concha tu madre ven pe! – los insultó el Mudo.

El jefe de los camellos soltó al Historiador. Con sus manos se tapó la herida y miró al Mudo con miedo. La sangre bajaba copiosamente de su cabeza. Descendía con velocidad por su oreja, cuello y se bifurcaba entre su pecho y espalda. Su blanca camisa se tiñó de rojo. El iraní intentó pelear con su navaja, pero los demás camellos lo sujetaron asustados y se lo llevaron mientras gritaban que se vengarían.

El tren se alejó y, nuevamente, retornó la penumbra en el refugio. Todos los peruanos se sorprendieron de que el Mudo era un tipo con huevos, que había logrado que los iraníes sintieran lo que ellos vivían: temor. Para festejar la victoria hicieron una colecta y le invitaron panes con atún. Esa noche se organizaron. Formaron una guardia de choque que se enfrentaría a los temibles iraníes. Y el Mudo se comprometió a enseñarles la técnica de cómo pelear con pico de botellas rotas.

-Cuando la rompes en el piso tienes que doblar la muñeca al toque, sino te cortas con los pedazos de vidrios que se desprenden –les explicó el Mudo.

-¿Y si los esperamos con las botellas ya rotas? –preguntó el Historiador.

-Muchacho, recuerda que para que los camellos te respeten tienes que infundirles miedo.

-Pero cómo si ellos son más grandes y fuertes que nosotros –replicó el Historiador.

-Hazte el débil para que te subestimen. Cuando bajen la guardia tú atacas
–le precisó el Mudo.

Pasaron dos semanas y los iraníes no volvieron al refugio. Los que si llegaron fueron más peruanos ilegales. Por las mañanas, muchos de ellos desaparecían en busca de trabajo. Por la tarde, retornaban cansados y frustrados porque las fábricas no los contrataban. A veces, hacían trabajos eventuales y con el dinero ganado compraban comida y licor para emborracharse y así olvidarse de la Migra.

La Oficina de Migraciones les había quitado sus visas de residencia porque ninguno tenía ascendencia japonesa. Eran cholos, blancos, negros con apellidos japoneses comprados. Durante sus primeros años, vivieron en la legalidad de Japón. Sin embargo, su felicidad terminó cuando un reportaje periodístico en Perú alertó a la Migra que muchos peruanos, además de usar identidades falsas, habían transformado con cirugía estética sus redondos ojos en rasgados.

-¿Por qué me traicionaste? –le preguntó el Cónsul.

-Nunca lo hice –le respondió el Historiador.

Adriana llegó al refugio la misma tarde cuando el Mudo fue acuchillado por los camellos. El Historiador lo encontró desangrándose en una de las escaleras de la estación de Nagoya. Con sus esmirriados brazos, lo bajó al refugio y por la profundidad de los cortes pidió ayuda. Sólo Adriana se ofreció. Entre los dos, lo subieron a la superficie de la estación. Entraron a un taxi que aceleró a toda velocidad con dirección al hospital más cercano.

Recién al ver a los doctores y enfermeras los dos sintieron pavor. Cómo les explicarían que había sido un ajuste de cuentas, cómo contarles que el Mudo había vencido a los camellos en el piso más profundo de la estación de Nagoya; pero, sobre todo, cómo escoger las precisas palabras para decirles de que a pesar que nadie conocía de donde venía el Mudo, había sido el único en darle una esperanza al grupo.

El Historiador comentó nervioso de que tenía poco tiempo en Japón. Por su parte, Adriana le confesó que a las justas conocía los saludos y contar del uno al diez en japonés. El terror de ambos se acentuó al imaginar que los médicos pensarían que sucedía algo raro al ver los cortes en los brazos y espalda del Mudo y, sin demora, llamarían a la policía y ahí los tres serían encarcelados.

Cruzaron el vestíbulo del hospital. Llegaron al mostrador. El Historiador ante la mirada atenta de la enfermera se puso nervioso y empezó a tartamudear. El Mudo se le adelantó y le explicó en suave japonés de Tokio que había sufrido un accidente en la fábrica. La enfermera llamó a otra y lo trasladaron en una silla de ruedas a la Sala de Emergencias.

-Me salvaste la vida, Historiador. Yo confiaba en ti –le increpó el Cónsul y tocó el claxon a un perro callejero que cruzaba la pista.

-Nuestra amistad se fue perdiendo cuando tú dejaste de ser el Mudo para convertirte en el Cónsul de Nagoya.

-No jodas, Historiador. Tú eras mi brazo derecho.

El Mudo sanó rápido de sus heridas. Nunca organizó una venganza contra los camellos. Era el único peruano del refugio que no buscaba trabajo. En esos días invernales, se contentaba con beber sake. Esperaba que anocheciera y se asomaba a la superficie de la estación de Nagoya. Caminaba largas horas sin rumbo. Regresaba en la madrugada con una botella nueva de su licor preferido.

Sólo una vez le dio las gracias al Historiador por haberle salvado la vida. En esa oportunidad le comentó que a pesar de su diferencia de años de edad, tenían muchas cosas en común: uno de los nombres y la vocación de registrar lo que sucedía. El Historiador le preguntó si se llamaba Jesús y el Mudo asintió. Añadió que él había estudiado y ejercido el periodismo unos años antes de llegar a Japón.

-¿Sabes lo que más extraño de Nagoya? –le preguntó el Cónsul.

El Historiador no respondió.

-La sopa ramen instantánea. Acá se venden en los supermercados pero no tienen el mismo sabor –dijo el Cónsul y siguió manejando a toda velocidad.

-¿Qué buscas Cónsul?

-La verdad, Historiador. Juré que mataría al traidor. Por eso tengo esta estampita. Si Dios no hace justicia, hay que darle una mano.

Con la primavera, el Mudo cambió de apodo por su descubrimiento: logró copiar el sello de la visa japonesa de residencia con exactitud. Para probar su invento, le puso la visa falsa al pasaporte del Historiador en uno de los baños de la estación. Luego, Adriana también obtuvo la visa. A lo largo de la noche, se la puso a los demás peruanos del refugio que no durmieron hasta ver el milagro en las hojas de sus pasaportes.

Amaneció y el sueño de venir tan lejos en busca de ahorro renació. Muchos hombres y mujeres con lágrimas le agradecieron y empezaron a llamarlo con respeto Cónsul, el Cónsul de Nagoya.

-¿Te acuerdas, Historiador cuando comencé a cobrar por la visa falsa? –le preguntó el Cónsul y frenó el taxi.

-Yo nunca revelé el secreto de tus sellos. Muchos peruanos me querían pagar miles de dólares.

-No mientas, Historiador. Tú fuiste el soplón y ahora lo vas a pagar.

Esa mañana, el refugio subterráneo de la estación de trenes dejó de existir. Ahora, los ex refugiados volvieron a tener orgullo. Con la visa falsa se presentaban a los contratistas japoneses. Sin miedo mostraban sus pasaportes. Ahí, entre sus hojas, estaba el sello con la visa. Exigían los mejores puestos laborales con varias horas extras. Todos consiguieron trabajo en buenas fábricas. Adonde iban, contaban a los otros compatriotas el invento del Cónsul de Nagoya.

En menos de dos meses, el Cónsul se convirtió en el peruano con más plata y poder en todo Japón. Cientos de peruanos ilegales de Hokkaido, Okinawa, Tokio, Shizuoka, Yamanashi, Tochigi, Gunma, Kioto, Osaka, entre otras ciudades, lo llamaban a su teléfono celular. El Cónsul alquiló un departamento cercano a la estación de trenes de Nagoya. Ordenó que el único que debía contestar las llamadas para el servicio de la visa falsa fuese el Historiador.

Los ilegales llegaban a la estación de trenes de Nagoya. El Historiador los esperaba en una de las puertas de salida y dentro de un sobre metía sus pasaportes. En una hora, regresaba y se los devolvía con el sello. Cada cliente pagaba treinta mil yenes, un aproximado de doscientos cincuenta dólares. Por día, el Cónsul vendía visas falsas a no menos de cincuenta ilegales y los fines de semana aún más.

Con tanto dinero, el Cónsul empezó a vestirse con trajes elegantes, y a lucir anillos y cadenas de oro. También se compró un carro deportivo con lunas polarizadas. Sus mujeres se contaban por nacionalidades: filipinas, tailandesas, coreanas, rumanas, rusas, colombianas, mexicanas, brasileñas, japonesas. De ninguna se enamoró. Su gran error fue enamorarse de la mujer que amaba su mejor amigo.

-Yo pensaba que estábamos empatados Historiador. Yo no dejé que el camello te cortara la cara y tú me salvaste la vida. ¿Por qué mierda te metiste con Adriana?

-No mientas, Cónsul. Tú sabías que yo estaba enamorado de ella en el refugio y me la robaste.

-¿Por eso me traicionaste? –le preguntó el Cónsul y del interior de su casaca sacó un revolver.

A los pocos días de que el Historiador huyó de Nagoya, el secreto de la visa falsa se propagó por otras ciudades. Surgieron muchos cónsules en varias prefecturas japonesas. Pero el primero en ser perseguido por la policía fue el Cónsul de Nagoya. Sin un lugar donde huir, regresó al refugio de la estación de trenes y de ahí desapareció.

-Sabes que fue muy fácil encontrarte, Historiador. Sólo busqué la universidad donde siempre decías que te reincorporarías al regresar a Perú. Luego te seguí y descubrí donde vivías.

-Cónsul…

-Confiesa, traidor –lo interrumpió el Cónsul y lo apuntó -.¿Cómo te atreviste a tirarte a mi mujer en mi propio departamento?

-Adriana me contó tus planes. Me dijo que tú tenías miedo que yo revelara el secreto de los sellos de las visas falsas y por eso mandaste a matarme.

El Cónsul de Nagoya miró afuera del auto. Revisó que no había ningún testigo cercano y sacó una foto del bolsillo de su casaca. La miró con nostalgia. Luego, estiró la mano y se la entregó al Historiador que temblaba de miedo y se hundía cada vez más en el asiento: Adriana, el Cónsul y el Historiador en el refugio. Pobres, abrazados y sucios.

-Ya tengo a mi traidor –dijo el Cónsul satisfecho.

El Historiador cerró los ojos. A tan corta distancia, la bala al entrar en su cuerpo lo mataría de inmediato. Mientras pensaba que Dios sí era justo, escuchó el sonido del seguro que abría las puertas del taxi.

-Baja, Historiador. Yo nunca mandé a matarte. Ni le comenté a Adriana que lo haría.

El Historiador descendió del auto y caminó a paso apurado sin voltear la cara. Respiró tranquilo. Sonrió al recordar las palabras del Cónsul de Nagoya, ‘espera que te subestimen y ataca’.


* Apato:departamento
* Nihongo: japonés
* Yare: hazlo
* Iranjin bakaerro: Iraníes imbéciles.

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